Hoy recordé el primer día de clases de mi vida. Vivíamos en el DF y seguramente tendría un poquito más de dos años. Recuerdo que vestía un diminuto uniforme de tela escocesa y unas calcetas caladas de esas -muy femeninas, decía mi madre- y con dos chongos, para que todo estuviera en su sitio.
A esa corta edad ya iba a la escuela. Todo en mi vida se dio siempre así, antes de tiempo. A mis enanos dos años ya odiaba todas las cosas que se ligaran a los encajes, faldas anchas, moños en el cabello, calcetas caladas y zapatos de charol. Prefería enfundarme en pantalones de mezclilla con blusa y botas con tacón y, claro, no salía sin mi dotación de collares, pulseras y perfume Chanel.
Caminamos justo a la vuelta del departamento en el que vivíamos en la Colonia Miraflores, donde se abrió una puerta café y de la que salió una maestra que le hacía halagos a mis femeninas calcetas caladas.
Ahí, en ese sitio, tan pequeña como era entonces, solté por primera vez la mano de mi madre. Hoy quisiera estar tomada de ella.
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