Una noche limpia y fresca ofreció un viaje prometedor hacia nuestra infancia. Solo por una noche, solo por unas horas, diecinueve años despúes de habernos despedido en el patio de nuestra escuela primaria.
Sesenta y uno se sumaron a la cita a la que habían prometido no faltar. Al cruzar la puerta invadía el temor a no reconocer y a no ser recordados, pero una vez que cada uno puso su nombre en el pecho, los abrazos llegaron, inundados de recuerdos.
Hablamos todos en todos los lenguajes posibles: en voz alta, en silencio, comiendo, bebiendo, abrazando, cantando. Dando cobijo al corazón que de niños cargamos.
El álbum, la comida, la bebida, la música y el karaoke, todo se dispuso para viajar de la mano al patio de la escuela y recordarnos con dos chongos a moños blancos y falda escocesa o de pantalón azul y camiseta blanca.
Todos recordamos a todos, abrazamos a todos y nos regalamos unas horas para decirnos los pendientes, para resolver el enigma de nuestras vidas, para encontrar que hay quienes se casaron con sus compañeros de salón y para recordarnos que la memoria de nuestra infancia sigue intacta: cuenta conmigo, dice Manuel Carranza y nos sumamos todos a su voz.
Llegó el marichi y todos se emocionaron, después la despedida junto a la pregunta ¿cuándo es la próxima? y ahí estaremos en verano del próximo año, a la vuelta de la esquina abrazando los recuerdos de la infancia, esta vez cumpliendo veinte años de haber salido del tibio cascarón de nuestra infancia.
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